La integración

Un análisis entre tantos más.

REFLEXIONES

Mauricio González

6/26/20253 min read

Como Fonoaudiólogo, paso mis días enfocado en una de las capacidades más fundamentales y, a la vez, más complejas del ser humano: la comunicación. Trabajo para construir puentes donde parece haber un abismo, para dar voz a quien lucha por encontrarla y para ayudar a otros a comprender lenguajes que no se expresan solo con palabras. Y es desde esta trinchera, la de la comunicación, que veo el debate sobre la inclusión escolar con una mezcla de esperanza y preocupación.

A lo largo de mi carrera, he aprendido que la palabra "integración" a menudo se queda corta. Integrar, para muchos, significa simplemente poner a un niño o niña con necesidades educativas especiales dentro de un aula regular. Es un acto físico, un cambio de ubicación. Pero yo he visto con mis propios ojos lo que realmente significa: un niño sentado en su pupitre, físicamente presente, pero comunicacionalmente aislado. Una isla en medio de un archipiélago de conversaciones, juegos y susurros que no logra descifrar.

La verdadera inclusión, desde mi perspectiva, es un verbo activo. Es un compromiso. No se trata de dónde está sentado el niño, sino de si puede participar. ¿Puede entender las instrucciones de la profesora, que a menudo son rápidas, largas y llenas de conceptos abstractos? ¿Puede pedir ayuda si no comprende? ¿Sabe cómo iniciar una conversación en el recreo o cómo unirse a un juego sin que sus intentos sean malinterpretados?

Mi trabajo no es solo enseñar a un niño a pronunciar la /rr/ o a estructurar una frase. Mi trabajo es darle las herramientas para sobrevivir y prosperar en esa jungla social y comunicativa que es la escuela. Es analizar por qué se bloquea cuando le hacen una pregunta directa, es darle un sistema de comunicación alternativo (como pictogramas o una tablet) para que su voz sea escuchada, es enseñarle a leer esas pistas sociales que para otros son invisibles.

Y aquí es donde la inclusión se convierte en una danza colaborativa. Yo puedo trabajar con un niño en mi consulta una o dos horas a la semana, pero el verdadero escenario de la vida es el aula. Por eso, mi labor más importante es convertirme en un aliado para los docentes. Es sentarme con ellos y "traducir" lo que le ocurre al estudiante. Es decirles: "Cuando él mira hacia el techo, no es que no te preste atención, está procesando la información auditiva que le abruma" o "Prueba a darle las instrucciones de una en una y con apoyo visual, verás cómo su ansiedad disminuye y su participación aumenta".

He visto la magia ocurrir. He visto a profesores que, con pequeñas adaptaciones, transforman por completo la experiencia de un niño. He visto a compañeros, con un poco de guía, convertirse en los mejores intérpretes y amigos, entendiendo que un amigo no siempre te mira a los ojos o responde de inmediato.

La inclusión real no es una utopía, pero exige más que buenas intenciones. Exige formación, recursos y, sobre todo, un cambio de mentalidad. Requiere que dejemos de pensar en "normalizar" al niño y empecemos a pensar en flexibilizar el entorno para que todos quepan.

Mi mayor satisfacción profesional no es un informe de alta con todos los objetivos cumplidos. Es recibir un mensaje de una madre diciendo: "Hoy mi hijo me contó que jugó con un amigo en el recreo". Porque en esa simple frase se resume todo. La comunicación encontró su propósito: la conexión. Y eso, para mí, es la única medida real del éxito de la inclusión. No se mide en pruebas estandarizadas, se escucha en las risas compartidas en el patio.