Pantallas y autismo.
Un análisis desde mi perspectiva clínica. Cómo el uso de nuevas tecnologías trae problemas en muchos niveles, más aún en la comunicación.
REFLEXIONES
Mauricio González L.
6/26/20254 min read
Como Fonoaudiólogo especializado en autismo, me encuentro todos los días con realidades complejas, sensibles, y sobre todo, profundamente humanas. Una de las situaciones más recurrentes —y también más difíciles de abordar— es el uso intensivo de pantallas en niños pequeños, especialmente en aquellos con un diagnóstico dentro del espectro autista.
Este no es un artículo de juicio. No escribo desde el lugar de quien señala lo que está mal, sino desde el compromiso de acompañar procesos. Sé, porque lo vivo con cada familia que recibo, lo difícil que es gestionar rutinas cuando un niño encuentra en una pantalla un refugio, una fuente de calma o una vía de escape. Sé también lo desafiante que puede ser cambiar una rutina que, aunque no sea ideal, parece ser lo único que funciona.
Lo comprendo muy bien, es difícil gestionar los tiempos. Pero es que los algoritmos que definen lo que nos gusta y nos invitan a ver la siguiente imagen o video están diseñados por máquinas y sistemas de inteligencia artificial que fueron creados con apoyos de científicos, psicólogos y profesionales del mundo del marketing y del comercio, con el único propósito de engancharnos y dejarnos conectados consumiendo más y más. Es muy complejo luchar con una máquina. Ahora mismo ni los adultos pueden salir de estas telarañas que los hipnotizan. Imaginen a los niños que con cerebros que están en desarrollo.
Las pantallas: una doble cara
Las pantallas están en todas partes. Desde edades muy tempranas, los niños tienen acceso a teléfonos, tablets, televisores y juegos digitales que ofrecen estímulos rápidos, colores brillantes, sonidos atractivos y una respuesta inmediata a sus acciones. Para muchos niños dentro del espectro, esto resulta particularmente atractivo, porque les ofrece una experiencia sensorial predecible, sin demandas sociales, sin necesidad de interpretar gestos, miradas o intenciones del otro. Y lo más complejo de todo: de manera instantánea!
Pero esa misma previsibilidad y ese aislamiento, que a veces calman, también pueden generar efectos negativos cuando se transforman en la principal forma de entretenimiento o de regulación emocional. Lo que en principio fue una ayuda temporal, se convierte, con el tiempo, en una rutina difícil de interrumpir.
¿Qué vemos en la práctica clínica?
Desde la experiencia terapéutica, noto que muchos niños que hacen un uso prolongado de pantallas muestran menor iniciativa comunicativa. Se vuelven más pasivos, menos interesados en el entorno, y en muchos casos, menos disponibles para el juego compartido. No buscan tanto al otro, no señalan, no imitan. Y estas son habilidades fundamentales para el desarrollo del lenguaje y de la comunicación social.
No se trata simplemente de que "la pantalla los distrae". Es más profundo: la pantalla reemplaza oportunidades de interacción significativas. En lugar de compartir un momento con un adulto, jugar con bloques, mirar un cuento o explorar con otros niños, el niño queda en una relación de uno a uno con un aparato, sin desafíos, sin intercambio, sin lenguaje funcional.
Lo difícil de cambiar rutinas
Uno de los aspectos más duros —para las familias y también para nosotros como terapeutas— es que cambiar estas rutinas no es fácil. Porque las pantallas no son solo una distracción: muchas veces cumplen un rol regulador. Ayudan a bajar la ansiedad, a evitar una crisis, a poder "salir del paso" en medio de una rutina diaria estresante. Nadie entrega un celular a su hijo "porque sí". Lo hacen porque en ese momento lo necesitan.
Y acá es donde entra nuestra responsabilidad como profesionales: no imponer, sino acompañar. No culpabilizar, sino entender. Escuchar a las familias, mirar con empatía lo que están atravesando, y construir juntos alternativas posibles. Paso a paso. Sin recetas mágicas.
¿Qué podemos hacer?
Observar sin juicio: Antes de quitar una pantalla, hay que entender qué función cumple para ese niño. ¿Está regulando su emoción? ¿Está evitando una situación que le genera angustia? ¿Está simplemente aburrido?
Ofrecer alternativas atractivas: No basta con “sacar el celular”. Hay que ofrecer otra cosa en su lugar. Actividades sensoriales, juegos simples, cuentos, canciones, propuestas con agua, burbujas, plastilina, entre otros.
Crear momentos compartidos: Priorizar los espacios donde el niño pueda estar con un otro significativo. No tiene que ser todo el día. Basta con momentos breves pero de calidad.
Ser pacientes y constantes: No vamos a cambiar hábitos de un día para otro. Lo importante es ir dando pasos pequeños y sostenidos.
Una invitación al equilibrio
Este no es un llamado a demonizar las pantallas. Vivimos en un mundo digital, y no podemos ni debemos pretender criar a los niños como si estuviéramos en otra época. Pero sí necesitamos buscar el equilibrio. Pensar en el uso consciente de la tecnología. Hacer espacio para el juego, el vínculo, el cuerpo en movimiento, la palabra compartida.
Como fonoaudiólogo, como terapeuta, y sobre todo como alguien que acompaña historias reales, creo que el verdadero cambio empieza por mirar con ternura, con comprensión y con paciencia. Solo así podremos construir entornos donde los niños —con autismo o sin él— crezcan con más posibilidades de conectarse con el mundo y con los demás.